
Era uno de esos días en los que no sabes muy bien que hacer. No estaba muy entusiasmado con la idea de pasar mis vacaciones en el pueblo, tal vez porque ya era adicto al ambiente urbano, a la actividad frenética de una gran ciudad, pero allí estaba, intentando disfrutar de la tranquilidad y el silencio de aquella zona rural donde nací y crecí.
Decidí salir a dar un paseo, sin rumbo determinado, simplemente dejarme llevar por los senderos que serpenteaban el terreno. Sin saber el tiempo que llevaba caminando, divisé la torre de la iglesia, tal vez fuera la inercia la que me había llevado hasta el centro del pueblo, recuerdo que de niño hacía ese trayecto casi con los ojos cerrados. Me detuve a poca distancia de la entrada de aquel cúmulo de casas, calles empedradas, y campanario donde tantas veces subí a escondidas, para poder ver lo más lejos posible. No pude evitar reírme al recordar que, ya de niño, el pueblo se me quedaba pequeño.
Desde donde me encontraba se divisaba perfectamente la plaza, donde solo se veían a dos ancianos sentados en un banco. Sentí algo de lástima al darme cuenta de lo diferente que era todo, no se veía ningún niño jugando, ni adolescentes paseando con sus parejas de mano, como en mis recuerdos de niñez. Yo era uno de los culpables de aquello, uno de los que decidió marchar desde que pudo, y llevaba varios años sin pisar las calles donde tantas aventuras infantiles vivió.
Pero, paradoja de la vida, también me sentía orgulloso de haber podido salir de aquel lugar y cumplir mis sueños.
Continué caminando en dirección a la plaza, sin tener muy claro lo que haría luego. Entré en la calle principal y los sonidos de mis pisadas abrieron puertas y ventanas, no porque pisara fuerte ni por tener poderes mágicos, sino por algo tan humano como la curiosidad. Sería toda una novedad verme caminar por aquellas calles tan poco transitadas. No se si me reconocerían o no, seguramente alguien lo haría, pero no esperaba recibimientos efusivos, ni los deseaba tampoco.
De pronto vi a alguien que salía de una pequeña tienda y se dirigía hacía mi. El sol me daba de frente y no podía identificar sus facciones, pero si podía ver que era una chica no muy mayor, quizás de mi edad.
- Hola Carlos, ¿te acuerdas de mi? - me pregunta antes de llegar a poder verla bien.
Me quedé en silencio hasta que la tuve frente a mí y pude ver su rostro.
- ¿Marta? ¿Eres tú? - pregunto con dudas.
- Premio para el niño, te has ganado un caramelo de la tienda de mi madre, como cuando éramos niños. - me dice riéndose y con tono burlón.
- Vaya sorpresa verte por aquí, creí que te habías ido del pueblo poco después de irme yo. - le dije algo extrañado.
- Lo hice, pero no tuve tanta suerte como tu y regresé. - me responde sin perder la sonrisa.
Marta y yo habíamos sido inseparables desde muy pequeños, y si hubiéramos seguido en el pueblo, seguramente habríamos terminado casados, algo que todos en el pueblo daban por seguro. Pero eran tan fuertes mis deseos de irme, que no me quise comprometer. Ella también tenía sus sueños y la animé a que fuera a por ellos, quizás me había equivocado al alejarme de ella, y tal vez había perdido más de lo que pensaba, por irme de allí.