
El otoño ya se hacía notar en la ciudad. La luz tenue de una fresca tarde de principios de octubre los envolvía. Las primeras hojas ya se desprendían, formando un calado tapiz bajo sus pies.
Caminaban en silencio, absortos en sus pensamientos compartidos, cogidos firmemente de las manos como temiendo separarse. La mirada perdida de ella delataba su tristeza ante la eminente despedida. Él se limitaba a observarla de reojo, admirando su perfil y el movimiento de su larga melena negra al son de la suave brisa.
Sus pasos eran lentos, como queriendo engañar al tiempo y prolongar aquel instante lo más posible. Paraban en cada semáforo, escaparate y cruce, y se miraban, diciéndose con los ojos lo que sus labios no eran capaces de decir.
La estación de tren ya se divisaba a lo lejos, y ella se pegó al costado de su pareja buscando cobijo, ante el incremento de la pena que iba sintiendo al ver que se aproximaba su partida.
Ambos sentían el impulso de huir; de echar a correr escapando del dolor. Pero la responsabilidad no se los permitía, siendo consciente del sentimiento de culpa que sentirían al dejar todo atrás, impidiéndoles ser felices.
Prosiguieron su marcha, abrazados como cualquier pareja de enamorados. Allí, en la misma ciudad testigo de sus encuentros furtivos, eran anónimos. Dos personas más que se querían y estaban juntas, sin que nadie se percatara de la especial historia que cargaban sobre sus espaldas.
Llegaron a la entrada de la estación y se detuvieron para situarse frente a frente, mirándose a los ojos, como queriendo leer el pensamiento del otro. Tras unos segundos, se besaron en los labios y se abrazaron, aferrándose por última vez a sus sentimientos.
Se adentraron en el edificio volviéndose a coger de la mano, esta vez de forma tierna, como acompañándose mutuamente en los últimos metros del camino que habían compartido.
A pocos pasos de las compuertas que daban acceso al andén, él se frenó, soltándola para dejarla libre permitiéndole irse de su lado. Ella hizo un esfuerzo por no mirarlo y continuar andando, separando su mano, lentamente, de la de él.
Ella detuvo sus pasos frente al torno, apoyándose sobre la barra que delimitaba el pasillo, y agachando la cabeza en un gesto de pérdida de fuerzas. Él se sobresaltó al ver tal escena, y amagó con correr hacia ella, pero se retuvo al verla girarse con los ojos humedecidos en lágrimas, que ya desbordaban y se deslizaban por sus mejillas, mientras hacía un gesto de negación con la cabeza.
Comprendió que no debía prolongar aquello y, como si de una coreografía ensayada se tratara, ambos si giraron a la vez, dándose la espalda, e iniciando la marcha para distanciarse, definitivamente, uno del otro.